13 de noviembre de 2007

CAOS

Introduje la llave, algo torcida, en la cerradura. Temblando de frío puse un pie en el oscuro departamento. Encendí algunas luces y me dirigí de inmediato a prender la pequeña estufa a parafina que me ayudaba a combatir el pavoroso invierno. En pocos segundos, el denso aroma de la parafina invadió el departamento por completo. Me dirigí a la cocina. La torre de platos, vasos y ollas, arrimadas en el fregadero, me horrorizaron. El sólo hecho de pensar en lavarlas me asqueaba hasta lo más profundo. Habían pasado casi tres semanas desde la última vista de María. Su muerte me tomó por sorpresa y, a decir verdad, por poco derramé un par de lágrimas al enterarme de la noticia. Hacía unos ocho o tal vez nueve años que religiosamente venía todas la mañanas a hacer el aseo de mi casa. Jamás hablamos más de tres o cuatro palabras. Sólo temas triviales acerca de la cera de piso, del jabón para la loza, de los trapos de cocina e, incluso algunas veces, acerca del clima o de temas polémicos, vistos la noche anterior en el noticiero.
Por miedo a encontrarme sin ningún vaso o plato limpio, desistí de la idea de prepararme algo para comer y me dirigí a mi cuarto. Me senté en la cama y comencé a desnudarme con esfuerzo, ya que el frío entorpecía mis movimientos. Me acosté en la cama deshecha, con sus sábanas grises y gastadas. Apagué la luz, pero pasaron varios minutos, tal vez horas, antes de que lograra conciliar el sueño.
El ruido irritante del despertador resonó en mi oído durante varios minutos, antes de abrir el primer ojo. Al sacar un pie de la cama, mi cuerpo entero se estremeció a causa del frío. Me armé de valor para entrar a la cocina y abrir la puerta de un mueble en busca de platos y tazas. Todavía quedaban unas cuantas que resistirían un par de días más. Luego de buscar el azúcar por toda la cocina, me resigné a tomar un café hirviendo y más amargo que nunca. No fui capaz de ducharme ya que el frío se hacía insoportable. Me vestí de prisa y salí apurado al trabajo.
En el camino, me sorprendí en más de una ocasión siguiendo mujeres. Impulsos desenfrenados me atormentaban a ratos y me impedían seguir con mi marcha habitual. Ya casi no recordaba la última vez en que me había visto involucrado con alguna de ellas. Había perdido por completo el interés, pero aun así mi cuerpo actuaba como por instinto y revelaba impulsos incontrolables frente a la presencia de cualquiera de aquel género. Intentando dominar mi cuerpo y controlar mis movimientos, procuré desviar mis pensamientos, centrándome en el trabajo y la oficina. Cumplí la misión satisfactoriamente y un momento más tarde me encontraba frente al viejo edificio, dispuesto a subir al cuarto piso donde se ubicaba el área de contabilidad.
Al entrar en el pequeño cubículo dónde se hallaba mi escritorio, me sorprendieron un montón de papeles por trabajar. Una angustia ahogante penetró mi ser. Hace años que no me sucedía algo así. Día tras día me veía sometido a trabajos de ese tipo y en ningún minuto provocaron mayor aflicción en mí. Funcionaba de manera eficiente y terminaba el trabajo con el mismo estado de ánimo con el que había comenzado. ¡Años cumpliendo sin mayores pretensiones aquel monótono trabajo!
De pronto, mis reflexiones inciertas se vieron interrumpidas por Teresa, la muchacha de la fotocopiadora. Nuevamente renació en mí un ferviente e incontrolable deseo. Nunca antes la había mirado, peor ahora no podía retirar los ojos de su figura. La observaba fijamente, tanto así que ésta llegó a incomodarse, me miró con desconfianza y siguió su camino. Creo que ni siquiera me avergoncé de mis sucias intenciones y me levanté rápidamente para seguirla. A mitad de camino, me atemoricé. Era temprano aún y todos se encontraban trabajando. No era conveniente actuar de manera impulsiva frente a tantas personas.
Nuevamente, puse un pie atrás y esta vez me avergoncé de no ser siquiera capaz de tomar una decisión. Me encontraba bastante turbado frente a mi comportamiento decididamente inusual.
Sumamente nervioso e intranquilo, tomé mis cosas y dejé la oficina lo más rápido posible sin dar una explicación a nadie. Al salir, me sorprendió una lluvia tormentosa que en pocos minutos me convirtió en un estropajo, empapado hasta los pies. Sin saber hacia donde dirigirme, entré en el primer bar que apareció en mi camino. Al bajar una escalera, logré introducirme en el recinto. El espacio era reducido y se respiraba un aire sofocante. Me senté en la barra y rápidamente se acercó una de las mujeres que atendían. Un calor intenso comenzó a recorrerme y de nuevo me vi atormentado por mis obscenos pensamientos. Le pedí acelerado un trago, el que bebí de un sorbo y sin vacilar un instante solicité el segundo. Al traerlo, casi sin darme cuenta me abalancé sobre ella, intentando atraerla hacia mí. Perturbada, comenzó a gritar y en un par de minutos un hombre vestido de negro me depositó fuera del local, bajo la lluvia.
No tuve más remedio que seguir caminando sin destino. Mientras caminaba, miles de pensamientos invadían mi mente. De pronto una mujer, vestida con ropas en extremo vulgares, se acercó a mi, ofreciéndome satisfacer mis impulsos indecorosos. Sin duda alguna, me encontraba en la calle indicada y sin detenerme demasiado a observar el resto de las opciones que se me presentaban, la seguí. Entramos en una pequeña habitación, de un edificio antiguo. La pieza tenía un olor denso. La mujer muy de prisa se sacó la ropa, me indicó que me sacara la mía y luego me hizo saber cuánto debía pagarle. Me costé en la cama, algo agitado y ella se acostó sobre mí. Su cuerpo emanaba un penetrante olor a alcohol. Por un instante quise agarrarla fuertemente, tal vez hasta hacerle daño, pero luego todo se desvaneció y quise salir corriendo de aquella inmunda habitación. Ella, ciertamente alterada, me insultó durante largo rato y luego me entregó mi ropa, obligándome a pagarle.
Así volví a la calle, abrumado por todo lo sucedido. Ya había comenzado a oscurecer por lo que me decidí a volver a casa. Una vez en el departamento, intenté dirigirme a la cocina, pero me asaltó un temor estúpido de tener que enfrentarme a los miles de platos e inmundicia de la cocina. Abrí poco a poco la puerta y al depositar mi mirada en el interior, me asombré al observar que la torre de platos había crecido. Efectivamente había aumentado de tamaño o al menos eso creía estar viendo. Ya casi no se podía entrar a la cocina, era como si los platos se hubieran multiplicado. Consternado, decidí atribuir mi visión a mi estado de ánimo y me dirigí lo más rápido posible a mi habitación. Me quité la ropa descuidadamente y me tendí desnudo en la cama. Impávido, examiné durante largo rato el techo. Mis ojos permanecieron fijos en el firmamento de yeso descascarado que se asomaba sobre mi cabeza.
De pronto, la oscuridad fue total. Desde el pasillo, pude observar un pequeño halo de luz proveniente de la cocina. Una atracción incontrolable se apoderó de mí y avancé lentamente hacia la puerta. Puse un pie dentro de la cocina. El hedor de la torre de platos estancada en el fregadero, se introdujo mis narices, causándome repugnancia. La comida adherida a los platos y ollas aparentaba el aspecto putrefacto de la carne podrida y no tuve más opción que cerrar los ojos. La imagen mugrienta, permaneció varios segundos latente en mi retina. Al abrirlos nuevamente, me encontré desnudo en el medio de la cocina, aprisionado entre torres infinitas de platos y suciedad. Cada plato, cada vaso, cada mínima cuchara, parecía devorarme entre miradas furiosas y susurros imperceptibles.
Pasaron algunos segundos antes de que perdiera el control por completo. Los ojos se me cegaron parcialmente, ya no podía ver nada que no fuera inmundicia. El terror se apoderó de mí. Intenté salir de la cocina pero no fue posible, las torres tapaban la salida. Ya casi no podía respirar entre los miles de platos y ollas. Al no encontrar escapatoria alguna a mi absurdo conflicto, me decidí a escalar las enormes y repugnantes montañas de loza. El camino, sin duda, fue difícil. La grasa espesa que chorreaba de los platos, me hacía resbalar y constantes arcadas turbaban mi conciencia, entorpeciendo mi respiración. Sólo podía divisar la infinita montaña que crecía encima de mi cabeza y bajo mis pies la vertiginosa altura a la que me encontraba en ese instante. Los temblores se hacían insostenibles y me mantenían a punto de caer.
Cuando por fin llegué a la cima de la torre, me encontré con una ventana. Mi cuerpo sudaba. Miré hacia atrás y me estremecí hasta lo más profundo. La angustia se había apoderado por completo de mí, oprimiendo fuertemente mi pecho. Observé por última vez mis dedos adheridos al sebo escurridizo de los platos, intenté controlar el temblor de mis huesos y vomité la desesperanza de mis entrañas. Uno de mis pies resbaló y me aferré desesperadamente al marco astilloso de la ventana. Miré el horroroso panorama que afloraba bajo mis pies. Las astillas de la ventana penetraban las yemas de mis dedos y el peso de mi carne se hacía insostenible. Entre escalofríos paralizantes, volteé por última vez la cabeza… Sin dudarlo demasiado, abrí la ventana y me lancé.

1 comentario:

Anónimo dijo...

queremos la segunda parte, esta bien, se tiró de la ventana, pero ¿quien dijo que no podia haber un balde de agua esperandola?
las cosas pasan