Franquicias para la Fe

3 de junio de 2012



Tú. Con ese sutil movimiento que producen tus caderas al dar cada paso. Doblarás a la izquierda, lo sé, te detendrás en unas cuantas vitrinas. Me encanta imaginarme tu cuerpo delgado con cada una de las prendas que miras a través de los cristales.
Entras en un café, me siento a tu lado en la barra, con cierta discreción. Amo el sonido del café ardiente atravesando tu garganta y el rojo que invade tu rostro luego de acabar con aquel líquido amargo. Miras durante un largo rato la puerta celeste que lleva a la cocina del local, como queriendo encontrar finalmente una salida hacia un mundo distinto. Tu mirada siempre se posa en miles de puertas distintas, buscando algo que yo desconozco. Sin embargo, no te permites continuar con tus reflexiones inciertas y rápidamente dejas el dinero en la mesa, sin guardar el cambio, como intentado retirarte dignamente de un juego perdido.
Nuevamente nos encontramos en la calle, es difícil permanecer a tu lado y seguir ese paso acelerado y decidido con el que atacas la cuidad que intenta devorarte. Cruzas los semáforos al ras de los autos furiosos que aceleran frente a la luz verde que acaba de aparecer. Continuas tu marcha, entras en un supermercado, coges un carro y yo pesco el siguiente. Compras verduras, muchas zanahorias, sé cuánto te gustan  las zanahorias. Pasas por la sección de lácteos, la de limpieza, la del pan, pero te saltas la sección de carnes, hace mucho que no comes carne.
Te diriges a la caja, miras detenidamente a la cajera, nuevamente buscando respuestas. No acabas de observarla cuando ella impaciente te dice: - ¿Efectivo o tarjeta señora? – Efectivo por favor- contestas con una pequeña mueca. Sacas un montón de billetes verdes de tu cartera y se los alcanzas. Le das las gracias sin saber por qué y coges tus bolsas. Se cae al suelo un tarro de conservas, quiero correr a recogerlo por ti, pero te adelantas como siempre y rápidamente te agachas, tu vestido se recoge y descubre tus piernas largas. Amo tus piernas perfectas.
Sales del supermercado, cargada con mil bolsas. Tu departamento está cerca, no tardarás en llegar. Caminas un par de cuadras y te detienes a ratos para descansar tus brazos. Finalmente llegas a tu hogar, te paras frente a la puerta del edificio gris. Introduces tu mano en la cartera y buceas un largo rato dentro de ella, intentando buscar las llaves que nuevamente se te han perdido. Haces un gesto de desagrado, levantas levemente una ceja y luego de pensar unos instantes lo recuerdas. Si, así es, dejaste las llaves adentro del bolsillo exterior de tu bolso al salir y simplemente no lo recordabas. Te ríes de ti misma y con una leve sonrisa abres la puerta y desapareces tras de ella. Yo expectante te miro y luego corro al edificio de enfrente. Saco las llaves, abro acelerado la puerta, subo al ascensor y llego a mi departamento. Entro apresurado, no enciendo ninguna luz, abro las cortinas y la ventana. La luz de tu departamento está encendida, incluso diviso la tetera humeante en tu cocina. Tú estás sentada en la silla de mimbre con los pies en alto.
Es de noche y no me canso de observarte. No comerás nada, lo sé, no comes de noche. Sólo tomarás un agua de hierbas, como acostumbras desde hace ya tanto tiempo. Ahora te diriges a tu cuarto, te desnudas lentamente y tu cuerpo luce más hermoso que nunca desde mi ventana. Miras hacia mi departamento, siempre lo haces, como si supieras que yo existo. Pero sólo diriges una mirada que me hiela hasta los pies y luego te volteas poco a poco, te pones una camisa larga y apagas la luz.
Así concluye otro día y la noche la paso imaginando tus sueños. Debo dormirme, mañana es lunes y los lunes sales temprano.

19 de agosto de 2008

27 de julio de 2008

Inconsciente

La primera vez, todos acudieron alarmados y asustados a mi auxilio. Mi madre, al borde de un desmayo, suplicaba que no lo hiciera y un par de hombres del pueblo lograron disuadirme de llevar a cabo mi plan. La semana siguiente sucedió algo similar. Una cantidad importante de gente se reunió a mí alrededor y consiguieron una vez más que renunciara a mi designio. Ya a la tercera vez la multitud disminuyó considerablemente y el suceso no llamó mayormente la atención del pueblo. El resto de las veces han sido más bien solitarias. Tan solo mi madre me acompaña y se sienta unos metros más atrás esperando a que desista y regrese con ella a casa.
Cada vez que camino hacia el borde del acantilado, voy envuelto de una fuerza inigualable. Me convenzo de que esta vez la grandilocuencia de aquel mar soberbio y agresivo dejará de intimidarme y lograré de una vez por todas penetrar esa masa profunda y abrasadora. Pero siempre ocurre lo mismo. Me paro en el borde, con la punta de los dedos percibiendo el abismo infinito y aterrorizante. Entonces, el miedo vuelve a apoderarse de mí y me quedo perplejo, sin saber que hacer, avergonzado hasta lo más íntimo. Luego de unos instantes soy capaz, una vez más, de admitir mi repugnante cobardía y preso de la desdicha regreso como un niño temeroso donde mi madre. Es en ese momento cuando comienza la tortura otra vez. No consigo alejar de mis pensamientos la imagen del agua inundando todo mi ser, recorriendo voluptuosamente mis carnes y permitiéndome al fin reposar en sus profundidades. Los días y las noches son una misma cosa. Durante el día observo con deseo desde mi habitación las olas abrasadoras. Por la noche, en mis sueños, el mar se escapa de mis entrañas, me rebalsa y luego me ahoga dulcemente en sus aguas oscuras. Así continúa mi agobiante lucha durante la semana hasta que vuelvo a encontrarme en el mismo lugar, esperando con toda mi alma vencer aquel horrible temor.
La última vez fue distinta. Desperté temprano en la madrugada, agitado, luego de un sueño en donde decenas de ballenas enormes parecían invitarme a unirme a ellas en las profundidades. El deseo se hizo incontrolable, ahogante, doloroso. C reo que en ese momento supe que no había vuelta atrás y que finalmente me encontraba preparado.
Salí silencioso, intentando controlar mi respiración, para no despertar a mi madre. Corrí sin parar hasta llegar al acantilado. Al encontrarme a tan solo unos cuantos centímetros de la violenta inmensidad, me detuve. Constaté por última vez el incendio de mis entrañas, consumiendo hasta el último indicio de vida. No lograba percibir la línea divisoria entre la superficie y el interior más oscuro de las aguas. Ya éramos uno, ya nada rompería tan perfecta unidad. Miré hacia atrás en el último instante y pude penetrar los oscuros ojos de mi madre. Sonreí orgulloso y satisfecho. El placer infinito terminó de poseerme y mis pies por fin se despegaron del suelo, dejando a la gravedad cumplir de una vez por todas, su misión conciliadora.

2 de julio de 2008


Demencia

Siempre he considerado la lucidez como parte constitutiva de mi ser. Jamás pensé siquiera, en poner en duda mi sanidad mental. De manera bastante peculiar, algo sucedió hace algunos meses atrás. Me encontraba sentado en la plaza frente a mi casa, leyendo tranquilamente un libro. El sol reposaba sobre mis hombros y la desidia propia de un domingo cualquiera me venía bastante bien. Nada me hacía falta en ese momento. La calma reinaba en mi mente, no existía preocupación alguna afectando mi pensamiento y el día se mostraba ideal frente a mis ojos. Luego de hojear, sin demasiado esmero, algunas páginas de mi libro decidí subir a almorzar a mi departamento junto a mi mujer.
Subí las escaleras sin ningún apuro y al pararme frente a mi puerta busqué de prisa las llaves en mi bolsillo. En ese instante alcancé a apreciar el agradable aroma que se filtraba por la puerta de mi casa y agradecí la habilidad inmaculada de mi mujer para la cocina. El hambre comenzó a resonar en mi estómago y ansioso introduje la llave en la cerradura. Extrañado noté que ésta no calzaba con la cerradura y que al parecer me había equivocado de llave. La miré detenidamente y todo parecía indicar que era la llave que utilizaba todos los días para abrir la puerta de mi propio hogar. Intenté introducirla una vez más sin éxito alguno y esta vez opté por tocar el timbre.
Pasaron unos segundos antes de que me abrieran la puerta y al abrirse pude observar la silueta delgada de una mujer. Sin prestar demasiada atención, entré rápidamente en el departamento cuando me sorprendió una voz poco familiar, que extrañada me preguntaba que necesitaba. De pronto, sorprendido, comencé a mirar a mi alrededor y noté que aquella no era mi sala, que los muebles no eran los míos, ni los cuadros tampoco y que jamás en mi vida había visto a la mujer que se encontraba al frente mío.
Completamente confundido, intenté disculparme con la mujer que comenzaba a manifestar bastante nerviosismo frente a mi extraño comportamiento y muy asustado desaparecí tras la puerta. Una vez en el pasillo, sin saber que hacer, miré detenidamente el número en la puerta y comprobé que era el número de mi casa. Casi al borde del llanto, bajé las escaleras con la esperanza de que tal vez me hubiese equivocado de edificio, pero todo lucía como de costumbre. Al salir a la calle me paré frente al edificio y miré hacia arriba buscando la ventana de mi departamento. Grité una y otra vez el nombre de mi mujer, pero nadie respondió. Mis gritos no cesaron y cada vez se tornaron más desesperados hasta que varias personas, incluidas la señora que habitaba mi departamento, se asomaron por la ventana logrando al fin silenciarme.
Caminé largas horas y al pasar cerca de un teléfono decidí llamar a mi casa. Marqué apresurado el número, procurando no equivocarme en ningún dígito. Esperé paciente unos segundos hasta que escuché la voz de una mujer desde el otro lado. Esperanzado dije, ¿Sofía eres tú?, pero la mujer me contestó que estaba equivocado. Creo que ese día llamé unas veinte veces al mismo número, hasta que sencillamente dejaron de atenderme. Volví a mi casa y toqué el timbre más de treinta veces, hasta que la policía me prohibió poner un pié en el edificio nuevamente.
Han pasado ya dos meses desde aquel extraño episodio y la verdad es que todavía no logro encontrar mi casa y menos a mi mujer. He buscado por toda la ciudad un edificio que se parezca al mío y he probado mi llave en cada cerradura que se ha mostrado similar a la mía. No consigo encontrar una explicación lógica, acerca del paradero de mi señora y de mi casa. Creo que tal vez he perdido la cordura y la verdad es que tampoco tengo sospecha alguna de cómo poder recuperarla.
Hace dos días ha ocurrido otro episodio bastante singular. Mientras vagaba por las calles, sumergido en mis pensamientos redundantes, una señora muy asombrada me miró detenidamente y se abalanzó sobre mí, gritando y llorando que por fin me había encontrado. Esta señora asegura ser mi mujer e insiste que vivíamos juntos en una casa que no se parece nada a la mía.

Tal vez nunca volveré a ser cuerdo, llevo demasiados días en la calle y quizás sea conveniente que me vaya a vivir con ella. Todavía no logro tomar una determinación, pero considero de suma importancia, degustar primero sus habilidades culinarias.

13 de marzo de 2008

17 de diciembre de 2007

Verano si

En la noche, mientras duermo, aprieto con fuerza los dientes e imagino que desgarro tu carne y sorbo a sorbo bebo tu sangre, que se desliza suavemente por tu cuello, empapando tu pecho y chorreando hasta tus pies.
Luego imagino que ya no eres blanco, sino rojo, que eres sólo sangre... que me empapas, me entibias, me manchas. Pero abro al fin los ojos y sigues siendo blanco. De arriba a abajo blanco. No soy capaz de desgarrar tus carnes ni de beber tu sangre, porque te miro y te miro y la verdad es que no tienes sangre.

26 de noviembre de 2007

¡MIRA!


¡Mira! Ahí está la salida. ¿La salida hacia donde?

El río me lleva, me lleva... Mientras, los peces succionan con fuerza mis piernas.

No creo que pueda regresar.

19 de noviembre de 2007

Molares

Anoche soñé que te lavabas durante largo rato los dientes. Cepillabas una y otra vez tu sonrisa, chorreando de espuma todo el contorno de tu boca, salpicando el vanitorio y el espejo del baño. Me mirabas a través del cristal, entre burbujas y burbujas de menta.
Poco a poco, se te iba soltando la dentadura, diente por diente. Yo continuaba mirando. Los recogías todos cuidadosamente y te acercabas a mí con tus dientes en las manos. Los lanzabas todos encima de la cama y luego intentabas besarme. Asustada y disgustada pretendiendo evadirte, sin querer, me caía al suelo.
Desperté con tu mirada sorprendida, observándome desde arriba de la cama. Yo, desde el suelo, alcé un brazo e introduje un dedo en tu boca, a fin de comprobar que todo permaneciera en su lugar. Mientras temía encontrarme con tu boca vacía, te dedicaste a vomitar cada uno de tus dientes y muelas. Horrorizada, cerré los ojos con fuerza y al abrirlos nuevamente, miré hacia al lado y encontré la cama vacía. Volteé la cabeza por segunda vez, en dirección al baño. Divisé tu imagen en el espejo empañado.
Asomaste la cabeza por la puerta del baño. Algunas gotas de agua continuaban mojando tu cabello. Me miraste durante unos segundos y finalmente sonriendo, preguntaste: ¿Despertaste?

15 de noviembre de 2007

(sin título aun) I PARTE


Caminando a paso lento, barría las hojas del suelo con sus pies. Al doblar en una esquina para dirigirse al metro, miró su rostro que se reflejaba en el cristal de una vitrina. La imagen fúnebre de un hombre corroído por el trabajo y el desaliento, no le dejó más opción que voltear la cara, acongojado, frente a tal desdichado retrato. Aquel crítico momento de íntima misericordia se vio interrumpido al percibir unas suaves gotas de lluvia que mojaban su rostro. Cruzó la calle hasta un parque. Se sentó en un banco y se dedicó a observar como el agua lo inundaba por todas partes. Sentía como las gotas caían velozmente sobre su cara y refrescaban sus ojos. No tenía frío, ni le incomodaba la ropa empapada que se adhería a su cuerpo. Casi sin darse cuenta cayó dormido. La lluvia no cesaba y las horas rápidamente pasaban.
De pronto sintió un rayo de sol en la cara. La lluvia aun caía rápida pero liviana. Sus ojos se abrieron poco a poco. Se sentía confundido, no lograba pensar claramente y un calor extraño invadía su cuerpo. No tenía fuerzas para levantarse, tampoco ganas. Su mente se perdía entre la gente que pasaba y las hojas mojadas que lentamente caían de los árboles. Las nubes se apartaron en pocos segundos y el sol tímidamente comenzó a alumbrar los tejados de las casas que rodeaban el parque. Aun sentía cierto calor en su cuerpo y se levantó desconcertado frente a la inusual situación que lo acontecía. Al levantarse, boquiabierto, vio como su sombra se apartaba rápidamente de él. ¡No era posible concebir desgracia de tal magnitud!, tal vez se encontraba afiebrado.
Mientras intentaba dar alguna explicación lógica a aquel perturbador suceso, su sombra comenzaba a caminar por la avenida y a perderse entre la gente. Al incorporarse, se fue tras ella, decidido a seguir su camino hasta encontrarla. No la dejaría escapar fácilmente.
Al seguir su rastro calle abajo, logró divisarla a lo lejos mezclándose con la sombra de un hombre grande y robusto. Éste iba a paso acelerado, lo que dificultaba la búsqueda. De todas formas la siguió y al doblar por una esquina la perdió de vista. El hombre robusto entró en una oficina en compañía de su sombra y ambos desparecieron tras la puerta. ¿Cómo podría recuperarla ahora? Lo creerían loco si dijera en la oficina que estaba en busca de su sombra, eso no era excusa válida más que para un demente. Pensó durante unos instantes alguna solución factible y simplemente decidió esperar hasta que salieran nuevamente. Esperó a lo menos dos horas y en una pequeña distracción, que lo mantuvo con los ojos fijos en una distinguida y hermosa mujer, la puerta se abrió y su sombra salió apresurada, nuevamente mezclándose entre la gente. Tanta espera para que su desdichada sombra otra vez escapara. Corrió tras de ella, pero a cada minuto que lograba estar realmente cerca, ésta huía por algún pequeño rincón.

Estaba agotado, paró en un pequeño restaurante y se sentó en una mesita. Confundió a miles de sombras con la suya, ninguna era. Cuando se encontraba a punto de dar por perdida la batalla, alzó levemente los ojos y presenció la silueta de su desfachatada sombra, parada frente a él. Temiendo que ésta huyera por segunda vez, dio un salto y se abalanzó sobre ella, intentado retenerla. Sin mucho éxito cayó al suelo, provocando comentarios y murmullos entre la gente que lo rodeaba. Su sombra permanecía mirándolo con un gesto burlón, sin pronunciar palabra alguna. Lleno de ira se puso de pie violentamente e intentó cogerla del brazo. Como es de suponer, aquel intento también resultó inútil, por lo que, desconsolado frente a la impotencia de no conseguir resultados ante sus reiterados intentos, se largó a llorar. La gente no dejaba de mirarlo, atónitos ante la aparente demencia del pobre hombre. Éste, humildemente, volvió a sentarse en la silla para continuar con su penoso llanto.......

13 de noviembre de 2007

Sever la Odnum

Sentado en su cama, miraba fijamente la muralla blanca. Sus ojos resecos se vieron impactados por una luz fluorescente y encandiladora, que se alzaba por la ventana del vigésimo cuarto piso.
Eran las seis de la mañana y las luces de los focos que cubrían la cuidad se encendían para iluminar el oscuro cielo que comenzaba a asomarse.
Sus pies y manos estaban helados, revelando un color azuloso, debido al escaso flujo de sangre que circulaba por sus extremidades mientras reposaba. Su cabeza se sentía pesada y comprimida y alcanzaba a sentir la presión que ejercía la sangre en ella.
Al percatarse del a hora, se levantó de prisa y se dirigió al baño. Introdujo sus manos en una cápsula que lanzaba agua al igual que una pileta y se mojó el rostro. Se examinó en el espejo con detención. Las venas de su frente palpitaban aceleradas. Por unos segundos, varios pensamientos asaltaron su mente. No tuvo éxito al intentar retenerlos dentro de su cabeza, por lo que los dejó pasar y se encaminó a la cocina. Allí se sirvió algo de comer y luego de leer el diario y mirar el reloj un par de veces, se vistió y abandonó el departamento.
El ascensor lo depositó en el primer piso y una vez en la puerta del edificio, esperó a que pasara el transporte. Al ver que éste no aparecía, resignado, decidió caminar. Puso un pie sobre la plataforma metálica que colgaba desde la puerta del edificio y recorría la cuidad por completo. En ese preciso instante percibió como un líquido espeso y pegajoso impactaba violentamente su rostro. Miró desconcertado hacia abajo y vio a un pájaro atravesar el oscuro firmamento… ¡Maldito animal! Venir a cagarme justo a mí.

Mami

Plaza Las Lilas


Corro apresurado por la plaza. Un individuo yace oliendo sus fecas. Disminuyo la velocidad, no le presto demasiada atención y continuo mi marcha. Miles de olores desvían mis pensamientos impulsándome en distintas direcciones. Procuro concentrarme. Corro a toda velocidad, salto una pequeña cerca y la encuentro a ella. La observo unos instantes algo inquieto. El sol se refleja en su pelo brillante encandilando mis ojos. El olor de su cuerpo me atrae ferozmente. Mi vejiga comienza a sentir la presión de la orina, no puedo contenerme. Levanto mi pierna trasera, mi vejiga se relaja y decidido me abalanzo sobre ella.

7:30 p.m

Bajo corriendo las escaleras, contando los minutos para el esperado encuentro. La multitud me atrapa, soy ferozmente devorada. Intento mover un brazo, pero el sudor lo mantiene adherido al cuerpo contiguo. Mi cabello se revuelve, el aliento de un millón de extraños penetra en mis narices. Pocos segundos antes de que la fatiga se apodere por completo de mis carnes, todo se detiene. Soy vomitada. “Estación Pedro de Valdivia”. Mi pelo huele mal, perdí un cordón de mi zapato y el sudor continúa mojando mi polera. Ahí esta él, en perfectas condiciones. “Lo siento. Fui víctima de la digestión subterránea”.

Ratas en las vegas

CAOS

Introduje la llave, algo torcida, en la cerradura. Temblando de frío puse un pie en el oscuro departamento. Encendí algunas luces y me dirigí de inmediato a prender la pequeña estufa a parafina que me ayudaba a combatir el pavoroso invierno. En pocos segundos, el denso aroma de la parafina invadió el departamento por completo. Me dirigí a la cocina. La torre de platos, vasos y ollas, arrimadas en el fregadero, me horrorizaron. El sólo hecho de pensar en lavarlas me asqueaba hasta lo más profundo. Habían pasado casi tres semanas desde la última vista de María. Su muerte me tomó por sorpresa y, a decir verdad, por poco derramé un par de lágrimas al enterarme de la noticia. Hacía unos ocho o tal vez nueve años que religiosamente venía todas la mañanas a hacer el aseo de mi casa. Jamás hablamos más de tres o cuatro palabras. Sólo temas triviales acerca de la cera de piso, del jabón para la loza, de los trapos de cocina e, incluso algunas veces, acerca del clima o de temas polémicos, vistos la noche anterior en el noticiero.
Por miedo a encontrarme sin ningún vaso o plato limpio, desistí de la idea de prepararme algo para comer y me dirigí a mi cuarto. Me senté en la cama y comencé a desnudarme con esfuerzo, ya que el frío entorpecía mis movimientos. Me acosté en la cama deshecha, con sus sábanas grises y gastadas. Apagué la luz, pero pasaron varios minutos, tal vez horas, antes de que lograra conciliar el sueño.
El ruido irritante del despertador resonó en mi oído durante varios minutos, antes de abrir el primer ojo. Al sacar un pie de la cama, mi cuerpo entero se estremeció a causa del frío. Me armé de valor para entrar a la cocina y abrir la puerta de un mueble en busca de platos y tazas. Todavía quedaban unas cuantas que resistirían un par de días más. Luego de buscar el azúcar por toda la cocina, me resigné a tomar un café hirviendo y más amargo que nunca. No fui capaz de ducharme ya que el frío se hacía insoportable. Me vestí de prisa y salí apurado al trabajo.
En el camino, me sorprendí en más de una ocasión siguiendo mujeres. Impulsos desenfrenados me atormentaban a ratos y me impedían seguir con mi marcha habitual. Ya casi no recordaba la última vez en que me había visto involucrado con alguna de ellas. Había perdido por completo el interés, pero aun así mi cuerpo actuaba como por instinto y revelaba impulsos incontrolables frente a la presencia de cualquiera de aquel género. Intentando dominar mi cuerpo y controlar mis movimientos, procuré desviar mis pensamientos, centrándome en el trabajo y la oficina. Cumplí la misión satisfactoriamente y un momento más tarde me encontraba frente al viejo edificio, dispuesto a subir al cuarto piso donde se ubicaba el área de contabilidad.
Al entrar en el pequeño cubículo dónde se hallaba mi escritorio, me sorprendieron un montón de papeles por trabajar. Una angustia ahogante penetró mi ser. Hace años que no me sucedía algo así. Día tras día me veía sometido a trabajos de ese tipo y en ningún minuto provocaron mayor aflicción en mí. Funcionaba de manera eficiente y terminaba el trabajo con el mismo estado de ánimo con el que había comenzado. ¡Años cumpliendo sin mayores pretensiones aquel monótono trabajo!
De pronto, mis reflexiones inciertas se vieron interrumpidas por Teresa, la muchacha de la fotocopiadora. Nuevamente renació en mí un ferviente e incontrolable deseo. Nunca antes la había mirado, peor ahora no podía retirar los ojos de su figura. La observaba fijamente, tanto así que ésta llegó a incomodarse, me miró con desconfianza y siguió su camino. Creo que ni siquiera me avergoncé de mis sucias intenciones y me levanté rápidamente para seguirla. A mitad de camino, me atemoricé. Era temprano aún y todos se encontraban trabajando. No era conveniente actuar de manera impulsiva frente a tantas personas.
Nuevamente, puse un pie atrás y esta vez me avergoncé de no ser siquiera capaz de tomar una decisión. Me encontraba bastante turbado frente a mi comportamiento decididamente inusual.
Sumamente nervioso e intranquilo, tomé mis cosas y dejé la oficina lo más rápido posible sin dar una explicación a nadie. Al salir, me sorprendió una lluvia tormentosa que en pocos minutos me convirtió en un estropajo, empapado hasta los pies. Sin saber hacia donde dirigirme, entré en el primer bar que apareció en mi camino. Al bajar una escalera, logré introducirme en el recinto. El espacio era reducido y se respiraba un aire sofocante. Me senté en la barra y rápidamente se acercó una de las mujeres que atendían. Un calor intenso comenzó a recorrerme y de nuevo me vi atormentado por mis obscenos pensamientos. Le pedí acelerado un trago, el que bebí de un sorbo y sin vacilar un instante solicité el segundo. Al traerlo, casi sin darme cuenta me abalancé sobre ella, intentando atraerla hacia mí. Perturbada, comenzó a gritar y en un par de minutos un hombre vestido de negro me depositó fuera del local, bajo la lluvia.
No tuve más remedio que seguir caminando sin destino. Mientras caminaba, miles de pensamientos invadían mi mente. De pronto una mujer, vestida con ropas en extremo vulgares, se acercó a mi, ofreciéndome satisfacer mis impulsos indecorosos. Sin duda alguna, me encontraba en la calle indicada y sin detenerme demasiado a observar el resto de las opciones que se me presentaban, la seguí. Entramos en una pequeña habitación, de un edificio antiguo. La pieza tenía un olor denso. La mujer muy de prisa se sacó la ropa, me indicó que me sacara la mía y luego me hizo saber cuánto debía pagarle. Me costé en la cama, algo agitado y ella se acostó sobre mí. Su cuerpo emanaba un penetrante olor a alcohol. Por un instante quise agarrarla fuertemente, tal vez hasta hacerle daño, pero luego todo se desvaneció y quise salir corriendo de aquella inmunda habitación. Ella, ciertamente alterada, me insultó durante largo rato y luego me entregó mi ropa, obligándome a pagarle.
Así volví a la calle, abrumado por todo lo sucedido. Ya había comenzado a oscurecer por lo que me decidí a volver a casa. Una vez en el departamento, intenté dirigirme a la cocina, pero me asaltó un temor estúpido de tener que enfrentarme a los miles de platos e inmundicia de la cocina. Abrí poco a poco la puerta y al depositar mi mirada en el interior, me asombré al observar que la torre de platos había crecido. Efectivamente había aumentado de tamaño o al menos eso creía estar viendo. Ya casi no se podía entrar a la cocina, era como si los platos se hubieran multiplicado. Consternado, decidí atribuir mi visión a mi estado de ánimo y me dirigí lo más rápido posible a mi habitación. Me quité la ropa descuidadamente y me tendí desnudo en la cama. Impávido, examiné durante largo rato el techo. Mis ojos permanecieron fijos en el firmamento de yeso descascarado que se asomaba sobre mi cabeza.
De pronto, la oscuridad fue total. Desde el pasillo, pude observar un pequeño halo de luz proveniente de la cocina. Una atracción incontrolable se apoderó de mí y avancé lentamente hacia la puerta. Puse un pie dentro de la cocina. El hedor de la torre de platos estancada en el fregadero, se introdujo mis narices, causándome repugnancia. La comida adherida a los platos y ollas aparentaba el aspecto putrefacto de la carne podrida y no tuve más opción que cerrar los ojos. La imagen mugrienta, permaneció varios segundos latente en mi retina. Al abrirlos nuevamente, me encontré desnudo en el medio de la cocina, aprisionado entre torres infinitas de platos y suciedad. Cada plato, cada vaso, cada mínima cuchara, parecía devorarme entre miradas furiosas y susurros imperceptibles.
Pasaron algunos segundos antes de que perdiera el control por completo. Los ojos se me cegaron parcialmente, ya no podía ver nada que no fuera inmundicia. El terror se apoderó de mí. Intenté salir de la cocina pero no fue posible, las torres tapaban la salida. Ya casi no podía respirar entre los miles de platos y ollas. Al no encontrar escapatoria alguna a mi absurdo conflicto, me decidí a escalar las enormes y repugnantes montañas de loza. El camino, sin duda, fue difícil. La grasa espesa que chorreaba de los platos, me hacía resbalar y constantes arcadas turbaban mi conciencia, entorpeciendo mi respiración. Sólo podía divisar la infinita montaña que crecía encima de mi cabeza y bajo mis pies la vertiginosa altura a la que me encontraba en ese instante. Los temblores se hacían insostenibles y me mantenían a punto de caer.
Cuando por fin llegué a la cima de la torre, me encontré con una ventana. Mi cuerpo sudaba. Miré hacia atrás y me estremecí hasta lo más profundo. La angustia se había apoderado por completo de mí, oprimiendo fuertemente mi pecho. Observé por última vez mis dedos adheridos al sebo escurridizo de los platos, intenté controlar el temblor de mis huesos y vomité la desesperanza de mis entrañas. Uno de mis pies resbaló y me aferré desesperadamente al marco astilloso de la ventana. Miré el horroroso panorama que afloraba bajo mis pies. Las astillas de la ventana penetraban las yemas de mis dedos y el peso de mi carne se hacía insostenible. Entre escalofríos paralizantes, volteé por última vez la cabeza… Sin dudarlo demasiado, abrí la ventana y me lancé.